jueves, 20 de septiembre de 2012
EL ERUDITO Y EL PENSADOR
DOS FORMAS DE TRABAJAR CON EL CONOCIMIENTO
"El talento, en buena medida, es una cuestión de insistencia". Francisco Umbral (1932-2007) Periodista y escritor español.
Hace unos días leí en el Diario "El Comercio", en su sección "Sucedió hace un siglo", unas interesantes opiniones sobre el erudito y el pensador expresadas en 1912. Y son tan atractivas que me parece importante repensarlas cien años después.
El erudito, decía el texto, es el hombre tonel que acumula la materia prima; mientras que el pensador es el alambique que destila lo que se encuentra en el tonel para convertirlo en sustancias nuevas.
En efecto, el erudito acumula conocimientos, reúne todo lo que encuentra sobre su tema y goza descubriendo fuentes y agrupando información de la más alta calidad tanto en su memoria como en sus archivos. Por regla general, el erudito es un especialista que se concentra en un tema determinado. Llega a conocer hasta los más mínimos detalles, las circunstancias más recónditas vinculadas a su objeto de estudio. En el fondo, el erudito es un coleccionista que se apasiona reuniendo conceptos, testimonios, reflexiones que pertenezcan al marco especializado de su interés. Aquellos que somos aficionados a coleccionar, ya sea libros, cuadros, monedas, estampillas, etc., sabemos del placer extraordinario que se siente cuando uno encuentra un objeto raro, especial, para integrarlo a su colección. El bibliófilo se emociona cuando, de casualidad, tropieza con un ejemplar extraordinario en una librería de libros viejos. Podríamos decir que el erudito, en tanto que es coleccionista, es una suerte de cazador que por diversos caminos va siempre en busca de sus presas. Y una vez que las ha conseguido se complace en lo que sabe, se emociona cuando entra a su biblioteca y mira todos esos libros antiguos que aún no ha leído y que quizá nunca leerá pero que le da gusto tenerlos. El erudito almacena información, la verifica, la compara, quiere tener el conocimiento más preciso y más completo del tema en el cual se ha especializado.
El pensador no pretende reunir todo el conocimiento posible -aunque ciertamente lo ayudaría mucho-, sino que trabaja con el conocimiento que ya tiene, lo procesa, lo convierte en un nuevo pensamiento, da un giro a las cosas, quiere crear más que guardar, quiere inventar aunque para ello requiera la base del conocimiento que le proporciona el erudito. Mientras el erudito tiene una función fundamentalmente de conservación (y de análisis riguroso del dato para estar seguro de que el conocimiento que almacena es válido), el pensador quiere crear, quiere darle una nueva mirada a las cosas, quiere proponer nuevas explicaciones y encontrar nuevos usos para esa información acumulada por el erudito. Si pasamos esta distinción al campo de la política, podríamos decir que el erudito es el conservador por excelencia que se preocupa más por guardar las formas sociales que ya existen, por impedir que los valores, formas y objetivos tradicionales pierdan su valor. En cambio, el pensador político se convierte en un renovador que quiere crear un mundo diferente, aun conservando la herencia del pasado pero remozándola para ponerla a tono con los nuevos tiempos; en el extremo, ese pensador político se convierte en un revolucionario cuando considera que hay que destruir el pasado para construir un presente y un futuro radicalmente diferentes de la tradición.
Lo mejor, sin duda, es la combinación renacentista de erudito y pensador. Esta mezcla transforma ambas perspectivas en forma muy positiva. El erudito conserva su deseo de reunir conocimiento, pero no se queda con él. Y al manejar esa información con la amplitud y atrevimiento que aporta el pensador, se ve obligado a abrir su campo y mirar en torno suyo, fuera de los límites de su especialidad. Así la especialización deja de ser un conocimiento exhaustivo de algo y una ignorancia absoluta de todo el resto, para convertirse en un conocimiento de todo, pero orientado a una determinada perspectiva.
Esto fue el Renacimiento. El deseo de saber y coleccionar (no olvidemos que el Renacimiento impulsa la existencia de museos y bibliotecas), unido a la voluntad de superar todo lo sabido para crear una humanidad cada vez más digna y más completa.
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